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domingo, 10 de abril de 2011

Cruda belleza

Tarde de abril en la montaña.
Calor.
Camino por una vereda empinada, llena de piedras, hasta encontrar un lugar a la sombra donde descansar y mirar alrededor.
Estoy en un círculo de pinos y encinas. Frente a mí, las rocas del Masmut, en el corazón de la Ibérica, unos farallones verticales sobrecogedores, coronados de sol y de buitres de vuelo lento.
El mundo se expresa en una primavera insolente. Mire donde mire, azul de romero, arbustos florecidos, música de insectos.
Un avispón inmenso, inofensivo pero intimidante, exhibe sus franjas negras y amarillas. Es tan pesado que, cuando se posa en una rama, ésta se agita, y caen al suelo algunas flores sobremaduras.
Estoy sola, en medio de una belleza cruda, densa, casi sólida.
Estoy sola, y me pregunto qué pasa con el mundo cuando yo no estoy, cuando nadie está ahí para presenciarlo.
No importa.
De nuevo me absorben el bordoneo de las abejas, el azul y el amarillo de las flores, los aromas agrestes, la hosca majestad de las peñas, la calma engañosa del vuelo de las rapaces.
Y yo.
Una criatura entre tantas otras, una más del concierto, en la indolencia de la tarde.
Una más que vive y morirá, como las flores sobremaduras que hace caer a tierra el avispón.
Y ya no habrá más Amelia.
Ya no habrá más Amelia mirando, en ninguna más de las innumerables, insolentes primaveras del mundo.
Oigo un ruido, el que puede hacer un animal grande bajando la ladera, y me levanto asustada, a tiempo para divisar una sombra parda que se pierde monte abajo.
Una cabra salvaje ha pasado apenas a quince metros de donde estoy.
Cruda belleza.