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domingo, 15 de abril de 2012

El incendio

Escribí este cuento hace casi dos décadas.
No es un género en el que suela expresarme, pero a éste le tengo cariño.
Aquí va.





Estaba yo solo en la zona de acampada.

Sin poder creer en mi buena suerte, monté la tienda, me preparé un bocadillo y un café instantáneo con leche fría - no tenía ganas de complicarme con el camping gas - y me senté a cenar disfrutando de la puesta de sol.

El paraje, a orillas de un pantano y rodeado de montañas, era muy hermoso, a pesar de que casi la mitad de las laderas que se veían desde allí estaban cubiertas únicamente por árboles carbonizados. Recordé haber oído, el verano anterior, algo sobre un gran incendio forestal en la zona.

Terminé el café y me tendí sobre el saco abierto, de cara al cielo, a fumarme un cigarrillo. Era un anochecer de julio, no demasiado caluroso. Empezaban a oírse los grillos y había aparecido Venus.

Yo acababa de terminar los exámenes del último curso de Filosofía y, antes de ponerme a pensar en serio en mi negrísimo futuro profesional, le había pedido prestados a mi hermano mayor el coche y algo de dinero y había decidido pasarme el verano vagabundeando.

¡Qué bien y qué tranquilo se estaba allí!. Por eso me llevé un susto tan grande cuando noté que un animal me olisqueaba el cuello.

Con el corazón en la boca me levanté de golpe para encontrarme frente a un pastor alemán enorme, que me miraba -así me lo pareció, al menos - con cara de pocos amigos.

- ¡León!

La voz pareció poner contento al perrazo, que se puso a mover la cola. Y, cuando vi quién se acercaba, yo también me puse contento.

Se llamaba Ana y, según me dijo, era de un pueblo cercano, al que había vuelto cuando acabó, un par de años atrás, Filología Hispánica. Desde entonces estaba en una especie de impasse, sin decidirse a hacer nada concreto.

Era preciosa. Sentados sobre mi saco de dormir, a diez metros de un agua que reflejaba el cielo lleno de estrellas, estuvimos horas hablando. De los libros que habíamos leído y de los que nos gustaría leer, y del mundo y su belleza y su implacable injusticia , y de los países que queríamos visitar, y de política y de cine, y de cuántica y filosofía de la ciencia, y de nosotros, nosotros, nosotros.

Era más de medianoche cuando me atreví a besarla, y mucho más tarde cuando, bajo la mirada aprobadora de León, nos hicimos el amor y nos bañamos en el lago y volvimos a amarnos con los cuerpos mojados y brillantes.

Yo sabía que ya no iría más lejos. Se me estaba llenando la cabeza de oposiciones de instituto y de una casa de pueblo en cualquier sitio, una casa en las afueras, con un trozo de huerto y una manta vieja sobre el sofá, para León, y Ana, sobre todo Ana conmigo para leer y pasear y hacer el amor, y luego, mucho más tarde, para tener niños y criarlos juntos.

Se estaba acabando la noche. Empezaba a clarear el cielo por la zona quemada y, contra aquella débil luminosidad, se recortaban los troncos calcinados.

- ¿Estabas aquí cuando el incendio?

- Sí.

- Fue el verano pasado, ¿verdad?

- Justo ahora hace un año.

- Debe haber sido impresionante.

- Fue espantoso. Se quemaron miles de hectáreas. Sitios que yo quería, a los que iba desde que era niña, se achicharraron y se acabó. Tuvieron que evacuar el pueblo.

- ¿A dónde os llevaron?

- Yo no estaba allí.

- ¿Dónde estabas, entonces?

- Con León, en el monte.

- Ana, ¿Quieres contármelo?

Me lo contó. El incendio duraba ya dos días, pero estaba bastante lejos y, además, parecía que estaban empezando a controlarlo. Muchos hombres del pueblo estaban ayudando a los bomberos y, cuando volvían, agotados, comentaban que, aunque era grande de verdad, no había peligro de que el fuego llegara a las casas. Hora tras hora, las mujeres esperaban, angustiadas, tratando de distraer a los niños. Ana no aguantó más.

- Ana, no vayas.

- Voy hacia el lago, madre. Para que llegue allí el fuego, tiene que haber arrasado antes todo el pueblo.

Pero no fue hacia el lago. Fue hacia el incendio, a por noticias, con León que se pegaba a sus piernas, asustado por el olor a quemado. Entonces llegó el viento y trajo el humo.

- Me asfixiaba. Y también el pobre León. Me quité la blusa y me la até a la cara, pero no servía. Corrimos todo lo que pudimos, primero por donde habíamos venido, luego por cualquier parte. Estaba cada vez más mareada.

- Ana, ¿cómo salisteis?.

Me miró. Siempre la recuerdo así, mirándome, con la cara llena de lágrimas.

- No salimos. No pudimos salir.

Nos quedamos callados. Luego, Ana llamó quedamente:

- ¡León!.

Venus había regresado. Sentado sobre el saco húmedo, sin poder moverme, vi cómo la muchacha y el perro se alejaban hacia los árboles muertos.


A.S.