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miércoles, 4 de julio de 2012

Una mujer de Dios

Una mujer madura, sentada, una tarde cualquiera, ante un ordenador, en un despacho sin ventanas de un edificio público cualquiera.
Una mujer atravesada por los años, las vidas, el amor, la muerte, la lucha, la rendición, el dolor y la maravilla.
Una mujer que ha caminado por los senderos del mundo, buscado la justicia, amado hombres, construido hogares, parido hijos, gozado, sufrido, perdido, dejado partir, partir, partir casi todo lo que amaba.
Una mujer a la que le duele todo, que lo mira todo con asombro y reverencia, que ama, que odia, que siente, que desea, que suelta, que afirma, que niega, que llora, que ríe, que teme, que se atreve, que sigue, que sigue, que sigue, aunque no vea, aunque no sepa, aunque esté sola.
Una mujer que se busca, que se encuentra, que se pierde, que vuelve a buscarse y encontrarse y perderse, que pide, que entrega, que se siente pequeña, que se sabe tierna, y hermosa, y cálida, y terrible, y débil, y fuerte, y ella, y ella, y ella, ocurra lo que ocurra.
Una mujer que vibra con los bosques, con las rocas altivas, con el inmóvil ser de las montañas, con el rugir gozoso de los ríos corriendo hacia los mares, con la fresca tiniebla de las cuevas, con el fuego infinito de los soles, con la noche estrellada, con la luz de los días, con el cuerpo y el alma de la tierra, con la lejana calma de los cielos,  con la fuerza viviente de la gente.
Una mujer que es todo eso. Como tú. Como todos.
Una mujer que se quiere libre. Una mujer que se quiere, a secas.
Una mujer de Dios.
Sí. Una mujer de Dios.
Y de ella misma.